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11 Mar

Bajo el signo de la cruz[:gl]Baixo o signo da cruz

José Luis Restán

Digital.es

Dentro de la gran conmoción que supone leer las páginas del segundo volumen del Jesús de Nazaret de Benedicto XVI, hay un momento excepcional por su dramatismo e intensidad, que condensa la experiencia íntima de Jesús frente a su misión. Se trata de la oración en el Huerto de los Olivos. Escribe el Papa: «Jesús ha experimentado aquí la última soledad, toda la tribulación del ser hombre. Aquí el abismo del pecado y del mal le ha llegado hasta el fondo del alma. Aquí se estremeció ante la muerte inminente. Aquí le besó el traidor. Aquí todos los discípulos lo abandonaron. Aquí Él ha luchado también por mí». La descripción es tan cálida y desnuda, que ni por un momento he dudado de que Joseph Ratzinger pensara, precisamente, en sí mismo.

En ese momento de angustia entran en juego todos los elementos que nos permiten entender quién es verdaderamente este Jesús. El autor habla del «estremecimiento» de quien es la Vida misma frente al poder destructor del mal, de todo cuanto se opone a Dios. No es una reflexión sobre el mal, sino la conciencia de que debe tomar sobre sí mismo ese peso inaudito, lo que mueve al hombre Jesús a pedir que «si es posible, pase de mí este cáliz». Pero inmediatamente surge también la conciencia del Hijo, la conciencia de la misión para la que ha venido: «glorifica tu nombre, que se haga tu voluntad». Ahí está toda la paradoja: que la ignominia de la cruz se convierte en la glorificación del nombre de Dios.

Si hay una estrofa en este magno poema en prosa salido de la mano del Papa teólogo, es que «el Jesús de los Evangelios viene bajo el signo de la cruz». Jesús no viene con la espada del revolucionario, ni con la sabiduría de un maestro de filosofía, a fin de cuentas impotente para salvar al hombre. Viene con el don de la curación, viene a derrotar el poder del pecado y de la muerte, viene para hacer reconocible el rostro de Dios en medio de la historia. Su pasión y su resurrección serán la única señal que legitime su pretensión de ser el Hijo, el Redentor del mundo.

Frente a este método desconcertante de Dios, unos y otros se descomponen. De hecho el libro nos muestra una sucesión de encuentros dramáticos entre la conciencia que Jesús tiene de su propia misión y el esquema que otros pretenden imponerle. Y así se comprende la irritada impaciencia de Judas, que le lleva a romper su amistad con Jesús y a convertirse en esclavo de otros poderes. Y lo mismo ocurre con la ceguera aparentemente ortodoxa de Caifás, y con relativismo bondadoso de Pilatos. Pero también sucedió entre los suyos. Es el escándalo de Pedro: «lejos de ti lavarme los pies, lejos de ti morir en la cruz, tu abajamiento y tu humildad son inadmisibles». Pedro necesitará una amarga pedagogía para entender que el Mesías sólo puede entrar en su gloria a través del sufrimiento. Lo entenderá cuando compruebe lo poco que alcanza su heroísmo de opereta tras negar al Maestro tres veces. Sólo en el seguimiento humilde del Crucificado, él podrá vencer también, mucho más tarde. Es algo que la Iglesia de todos los tiempos tiene que volver a aprender siempre a través del dolor: que la Salvación no llega a través de un poder exterior sino que se ofrece, inerme, a la libertad de los hombres.

Pero si las páginas dedicadas a la pasión y la muerte en cruz alcanzan una belleza y una  profundidad únicas, el capítulo de la resurrección deslumbra por la pedagogía de Joseph Ratzinger, por su capacidad de hacer brillar los versículos del Evangelio ante la razón del hombre contemporáneo. Es el capítulo decisivo porque «la fe cristiana se mantiene o cae con la verdad de los testimonios sobre el Resucitado. Para explicar de qué se trata, Ratzinger habla de «una mutación decisiva», de un «salto cualitativo»: un romper las cadenas para entrar en una nueva dimensión de la existencia, un tipo de vida totalmente nuevo que ya no está sujeto a la ley del devenir y de la muerte. Aquel Jesús que se aparece a los suyos no es un cadáver reanimado sino alguien que vive desde Dios de un modo completamente nuevo. Después de hacer las cuentas con todos los desafíos de la crítica lingüística e histórica, su conclusión es que este testimonio es creíble. La propia ciencia no puede cerrar las puertas a la posibilidad de algo nuevo, inesperado… porque la creación, en el fondo, está esperando una mutación definitiva, una superación de todos los límites, una plenitud y una armonía secretamente esperadas.

Ahora que ha hecho surgir ante nuestros ojos con toda su fuerza de persuasión la figura de Jesús que transmiten los Evangelios, y después de haberse batido con todas las falsas imágenes construidas a retazos por una exégesis cada día más incapaz de escuchar la totalidad de esta historia, Joseph Ratzinger, el hombre, el científico, el creyente, parece hablarnos al corazón: «¿no emana tal vez de Jesús un rayo de luz que crece a lo largo de los siglos, un rayo que no podía venir de ningún simple ser humano…? El Anuncio de los Apóstoles ¿podría haber encontrado la fe y edificado una comunidad universal si no hubiese actuado en él la fuerza de la verdad? Si escuchamos con el corazón atento y nos abrimos a los signos que el Señor nos da, entonces lo sabemos: Él es el Viviente».

Así se abre al tiempo de la Iglesia. Al final de esta gran obra el Papa contempla las tribulaciones del presente que agitan la barca que le ha tocado conducir como sucesor de Pedro, y confiesa que «tenemos con frecuencia la sensación de que está para hundirse». Sin embargo el Señor ha vencido y viene siempre de nuevo, en el momento oportuno. Es el tiempo de la vigilancia, de un vivir nuevo que es a la vez don y tarea. El don que nos llega a través de la Palabra, de los sacramentos y del testimonio de los santos; y la tarea de intentar hacer lo que es justo en cada circunstancia, y de llevar el testimonio de Cristo hasta los confines de la tierra.

Y cuando nuestro corazón está confuso y vacila en medio de la oscuridad de la historia y de la aparente prepotencia del mal, Jesús viene a través de nuevos e inesperados testigos, capaces de iluminar toda una época. Testigos que nos levantan del polvo y nos quitan las telarañas de los ojos para seguir el camino. Uno de ellos lo es, sin ninguna duda, Benedicto XVI.

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José Luis Restán

rnDigital.esrnrnDentro da gran conmoción que supón ler as páxinas do segundo volume de Xesus de Nazaret de Benedito XVI, hai un momento excepcional polo seu dramatismo e intensidade, que condensa a experiencia íntima de Jesús fronte á súa misión. Trátase da oración no Horto das Oliveiras. Escribe o Papa: “Jesús experimentou aquí a última soidade, toda a tribulación do ser home. Aquí o abismo do pecado e do mal chegoulle até o fondo da alma. Aquí estremeceuse ante a morte inminente. Aquí bicoulle o traidor. Aquí todos os discípulos abandonárono. Aquí El loitou tamén por min”. A descrición é tan cálida e espida, que nin por un momento dubidei de que Joseph Ratzinger pensase, precisamente, en si mesmo.rnrnrnrnNese momento de angustia entran en xogo todos os elementos que nos permiten entender quen é verdadeiramente este Xesús. O autor fala do “estremecemento” de quen é a Vida mesma fronte ao poder destrutor do mal, de todo canto se opón a Deus. Non é unha reflexión sobre o mal, senón a conciencia de que debe tomar sobre si mesmo ese peso inaudito, o que move ao home Jesús a pedir que “se é posible, pase de min este cáliz”. Pero inmediatamente xorde tamén a conciencia do Fillo, a conciencia da misión para a que veu: “glorifica o teu nome, que se faga a túa vontade”. Aí está todo o paradóxico: que a ignominia da cruz se converte na glorificación do nome de Deus.rnrnSe hai unha estrofa neste magno poema en prosa saído da man do Papa teólogo, é que “o Jesús dos Evanxeos vén baixo o signo da cruz”. Jesús non vén coa espada do revolucionario, nin coa sabedoría dun mestre de filosofía, a final de contas impotente para salvar ao home. Vén co don da curación, vén derrotar o poder do pecado e da morte, vén para facer reconocible o rostro de Deus no medio da historia. A súa paixón e a súa resurrección serán o único sinal que lexitime a súa pretensión de ser o Fillo, o Redentor do mundo.rnrnFronte a este método desconcertante de Deus, uns e outros se descompoñen. De feito o libro móstranos unha sucesión de encontros dramáticos entre a conciencia que Jesús ten da súa propia misión e o esquema que outros pretenden imporlle. E así se comprende a irritada impaciencia de Judas, que lle leva a romper a súa amizade con Jesús e a converterse en escravo doutros poderes. E o mesmo ocorre coa cegueira aparentemente ortodoxa de Caifás, e con relativismo bondadoso de Pilatos. Pero tamén sucedeu entre os seus. É o escándalo de Pedro: “lonxe de ti lavarme os pés, lonxe de ti morrer na cruz, a túa abajamiento e a túa humildade son inadmisibles”. Pedro necesitará unha amarga pedagoxía para entender que o Mesías só pode entrar na súa gloria a través do sufrimento. Entenderao cando comprobe o pouco que alcanza o seu heroísmo de opereta tras negar ao Mestre tres veces. Só no seguimento humilde do Crucificado, el poderá vencer tamén, moito máis tarde. É algo que a Igrexa de todos os tempos ten que volver aprender sempre a través da dor: que a Salvación non chega a través dun poder exterior senón que se ofrece, inerme, á liberdade dos homes.rnrnPero se as páxinas dedicadas á paixón e a morte en cruz alcanzan unha beleza e unha  profundidade únicas, o capítulo da resurrección cega pola pedagoxía de Joseph Ratzinger, pola súa capacidade de facer brillar os versículos do Evanxeo ante a razón do home contemporáneo. É o capítulo decisivo porque “a fe cristiá mantense ou cae coa verdade dos testemuños sobre o Resucitado. Para explicar de que se trata, Ratzinger fala dunha “mutación decisiva”, dun “salto cualitativo”: un romper as cadeas para entrar nunha nova dimensión da existencia, un tipo de vida totalmente novo que xa non está suxeito á lei do devir e da morte. Aquel Jesús que se aparece aos seus non é un cadáver reanimado senón alguén que vive desde Deus dun modo completamente novo. Despois de facer as contas con todos os desafíos da crítica lingüística e histórica, a súa conclusión é que este testemuño é crible. A propia ciencia non pode pechar as portas á posibilidade de algo novo, inesperado… porque a creación, no fondo, está a esperar unha mutación definitiva, unha superación de todos os límites, unha plenitude e unha harmonía secretamente esperadas.rnrnAgora que fixo xurdir ante os nosos ollos con toda a súa forza de persuasión a figura de Jesús que transmiten os Evanxeos, e despois de baterse con todas as falsas imaxes construídas a retrincos por unha exégesis cada día máis incapaz de escoitar a totalidade desta historia, Joseph Ratzinger, o home, o científico, o crente, parece falarnos ao corazón: “non emana talvez de Jesús un raio de luz que crece ao longo dos séculos, un raio que non podía vir de ningún simple ser humano…? O Anuncio dos Apóstolos podería atopar a fe e edificar unha comunidade universal se non actuase nel a forza da verdade? Se escoitamos co corazón atento e abrímonos aos signos que o Señor nos dá, entón sabémolo: El é o Vivente”.rnrnAsí se abre ao tempo da Igrexa. Ao final desta gran obra o Papa contempla as tribulaciones do presente que axitan a barca que lle tocou conducir como sucesor de Pedro, e confesa que “temos con frecuencia a sensación de que está para afundirse”. Con todo o Señor venceu e vén sempre de novo, no momento oportuno. É o tempo da vixilancia, dun vivir novo que é á vez don e tarefa. O don que nos chega a través da Palabra, dos sacramentos e do testemuño dos santos; e a tarefa de tentar facer o que é xusto en cada circunstancia, e de levar o testemuño de Cristo até os confíns da terra.rnrnE cando o noso corazón está confuso e vacila no medio da escuridade da historia e da aparente prepotencia do mal, Xesús vén a través de novos e inesperadas testemuñas, capaces de iluminar toda unha época. Testemuñas que nos levantan do po e quítannos as telarañas dos ollos para seguir o camiño. Un deles o é, sen ningunha dúbida, Benedito XVI.